martes, 14 de diciembre de 2010

Li Po o Li Bai
El maximo poeta de la Dinastia Tang

Sobre Li Po. El rostro del anciano de los arrozales…



Había divagado por tanto tiempo por las vastedades del eterno territorio chino, su vida había sido la búsqueda de la verdad, a través de la contemplación. Para eso era necesario tanto como el agua, o el vino llamarse a silencio, escuchar en el amanecer las aves del campo, los sonidos del tiempo, sentir en el rostro la brisa del mar, como golpea en susurros el viento ese antiguo bosque de bambúes donde solía retirarse a meditar desde que hiciera su primer viaje hacia la ciudad de Shantug a sus casi 20 años...
Pero el tiempo había pasado y siempre volvía con los años a aquel lugar, y desde allí acariciando la piel de los bambúes, observaba sus acciones y sus palabras, no dejo jamás de creer que la fuerza de la naturaleza alimentaba su espíritu, había una energía que lo llevaba a no temerle a nada ni a nadie, de ahí sus viajes infatigables, y el no aferrarse a las cosas del mundo.
Único, extraordinario, legendario, considerado el máximo poeta de su tiempo, quizá sus acostumbradas videncias acerca de la rueda de la vida, le hizo ver de alguna manera, que ese amanecer seria el último de su vida.
Su razón de existir, se la debía a un libro, el de Lao Tsé, el libro de la vía y la virtud, que exigía como unica meta el wuwei (no hacer nada que puede alterar el orden natural de las cosas) es decir ser tu mismo en toda instancia, en toda implicancia, con todo el devenir de la conciencia, dejando de lado los postulados sociales, ser uno con el universo y alcanzar el horizonte que no puede describirse con palabra alguna, ni tener pensamiento que lo abarque, ese era el camino del Tao.
En los peores momentos de su vida, supo equilibrar la balanza a su favor, pero siempre dejando que la paz y la justicia tengan la primera y la ultima palabra, pero desde hacia unas contadas jornadas que sabia que debía enfrentarse a ese soplo devastador que le anunciaba su propia muerte.
No dejaba de pensar en un anciano mendigo que tras haberlo observado en el mercado de la ciudad, y después tras un largo viaje lo había reconocido en otra comarca como un pobre peón en los arrozales, se acerco para preguntarle como era posible que en tan poco tiempo estuviera en dos partes a la vez, pero solo había sido un espejismo, cuando el peón levanto su rostro oculto bajo su sombrero, el semblante ya no era el mismo, podía dudar de muchas cosas, pero nunca de su memoria, los ojos de ese hombre, no lograba olvidarlos, y sabia que ese era un anuncio de algo que no podía aun entender.
Estuvo mucho tiempo meditando, en el bosque de bambúes como siempre lo hacia antes de iniciar cada jornada y entonces algo en su corazón le dijo que ya no quedaba tiempo…
Volvió sobre sus pasos, y esta vez camino en toda esa mañana, a una comarca donde solía refugiarse, porque atesoraba la grandeza de un enorme lago, cuyo croar de las ranas le hacia endulzar sus versos, atrás habían quedado los días de gloria en el palacio, y aunque continuaba siendo un emisario itinerante del emperador, solo podía ver las estelas de su propia sombra.
Pronto se hizo la noche, y en una posada cercana al lago, decidió tomar un baño, y lucir un nuevo kimono perfumado, después como de costumbre se sentó a cenar y beber, no quería compañía esta vez. Su mirada se mantenía fija y perdida, en un paisaje próximo que apenas podía vislumbrar por una de las puertas semiabiertas, mientras dejaba ahondar el aroma del vino de arroz en su garganta.
Salio afuera. La noche había caído tenue e intransferible dejando entrever como por un extremo una luna inmensa que rompía los velos de la brisa y esta vez si, mientras caminaba hacia los bordes del lago le parecía que el Tao le era revelado en toda su infinitud. Subió a un bote, y muy lentamente se dejo llevar con los remos, por un instante cerro los ojos para escuchar… si ahí estaba el croar de las ranas, saltando las murallas del silencio…fueron segundos, los mismos que atraviesa cualquiera, antes de morir, no quiso que la muerte viniera a buscarlo, sino que decidió enfrentarla. Fue un crujido estentóreo de las aguas y tras de si, el mismo y profundo silencio acompasado con el croar de las ranas como si hubiera abierto la boca un inmenso pez para devorarlo, él no se resistió solo se dejaba arrastrar pesadamente hacia el fondo del lago, sabia que su destino había dejado escrito cada uno de los colores que no consiguen verse, y no podía oponerse a lo que las fuerzas eternas del universo habían decidido, porque solo esa energía indisoluble borra y escribe las estaciones y todo lo que se encuentra en ellas, solo para que alguien pueda descubrirlas nuevamente y contemplar la belleza sonriendo, como él lo había realizado y visto miles de veces -no temas- se dijo a si mismo mientras se hundía con los rayos de la luna, sobre su rostro que extrañamente se reflejaba a si mismo como en un espejo ondulante- le pareció reconocer el rostro del anciano que había visto en el mercado y en los arrozales, que ahora le decía- ya eres uno con el universo…
Li Po o Li Bai crecio en una familia acomodada, su padre era un rico comerciante, que se radicara en la provincia de Szechuan, en el sur oeste de China, se desconoce exactamente cuando y exactamente donde nace el poeta, se cree que alrededor del 701. Es un niño prodigio que a los diez años había leído la mayoría de los clásicos chinos, y también será de muy joven que comenzara esbozar sus primero versos. Casi a sus veinte años comenzaran sus viajes y es por este entonces que se acercara al camino del Tao, su errante forma de vida, y sus conocimientos profundos de la filosofía ancestral, irán modelando su carácter poético que no se sujetaba a una temática especifica, le cantaba a las cosas cotidianas, a los héroes o guerreros ancestrales de su patria, e invocaba versos mundanos sobre la vida, el destino y la muerte, y por supuesto las mujeres y el amor, pronto su popularidad llegara a oídos del emperador. Si bien su fortuna familiar que heredara sin exageraciones, sumado a su vocación literaria, le acercaran a la aristocracia de la Dinastía Tang, sin embargo se negara a presentarse a los exámenes obligatorios que el imperio imponía a los nuevos funcionarios, huirá entonces a nuevas viajes y aventuras, por el vasto territorio de sus antepasados, se convertirá en un experto en esgrima, y describirá las bellas regiones que lo llevaran como hipnotizado por los mas avezados accidentes geográficos, la naturaleza era su inspiración, y de sus extensos viajes, la soledad implacable ira forjando su genio poético que a veces solo podía acompañar con licores, elixires, y mujeres casuales que aparecían en su camino, fue en uno de esos agotadores viajes, hacia el centro (capital) del imperio Tang en Chang`an, (actualmente la ciudad de Xi´an o Sian) que el poeta sentirá el desborde y la locura de la gran ciudad, no olvidemos que en el periodo de la dinastía Tang, el intercambio comercial, con otras naciones, la solidez de sus leyes, y la tolerancia racial y religiosa dejo abiertas las puertas para los inmigrantes de todas las nacionalidades, que no tardaron en establecerse allí, creando una superpotencia económica, una de las primeras en Asia, especialmente a su capital, la mas avanzada ciudad del planeta por aquel entonces, que había sido concebida en cuadriculas, bajo una estructura soberbia, siendo una maravilla urbanística desarrollada por los adelantados ingenieros del imperio. Allí llegaban miles de personas diariamente, desde compañías de actores, músicos, y escribientes, hasta encantadores de serpientes, artesanos, y todo tipo de personas que arribaban en búsqueda de un mejor futuro, 60 millones de personas se debatían entre los sueños, y la esperanza de encontrar un destino para sus vidas.
Alli Li Po, encontrara la cima de los saberes, esta parado en el centro del mundo, y él lo sabe. Se casara y durante ocho años vivirá en Hupei, pero su vida de viajero no había terminado, abandona a su esposa y vuelve a escribir inspirado por las regiones que visita, es el tiempo de mayor esplendor de la Dinastía Tang, y la época de sus mas brillantes composiciones, esa rara mezcla entre taoista, y poeta mundano fascinara a la aristocracia y la gente común que ven en Li Po al poeta del pueblo, y su fama es tan grande que el emperador Xuan Zong pide conocerlo.
La terrible erudición de Li Po, hace que el emperador lo nombre en la Academia Hamlim que formaba a los futuros intelectuales del imperio, pero su temperamento, acomodado a la libertad, y a la contemplación no admite ciertas reglas de la burocracia del imperio que coarta su manera de enseñar. Sin alcanzar los dos años en la Academia, se ira sin despedidas, aunque logrando ser el emisario del Emperador en cualquier lugar de China donde se encontrare, podía hospedarse, y beber a su antojo y quienes lo albergaban tenían la obligación de hacerlo. Alejado de las obligaciones imperiales, Li Po, divagara por el resto de su sobresaltada existencia, conocerá en ese lapso a Du Fu el otro gran poeta vagabundo, al cual terminara por influenciar ya que éste, le dedicara a lo largo del tiempo, sentidos poemas a su personalidad que se jugaba por decir la verdad y buscar la sabiduría a cualquier precio.
Más tarde se lo encontrara culpable de haber sido parte de la rebelión de An Lushan en contra del emperador, aunque nunca se supo hasta donde había llegado su intervención en el grupo de revolucionarios. Sera desterrado a las regiones de Yelang, pero será condonada su pena al poco tiempo cuando viajaba a cumplir su exilio.
Pero lejos de quedarse quieto Li Po el poeta errante, retornara a sus eternos viajes, y a su poemas infinitos sobre la vida, se calcula que fueron mas de 20.000 los escritos que dejo a lo largo de su vida, de los cuales solo subsistirán apenas 1.000
El arte de Li Po había sido elevado junto a un imperio que estaba por encima de cualquier otra sociedad organizada del planeta y no podemos entender su vida es decir la del mas celebre e importante poeta chino, sino entendemos primero el significado del poderío del imperio Tang, que es la época del mayor esplendor cultural de china
El romanticismo había capturado todas las instancias creativas de Li Po, se afirmaba que además de alquimista y sabio, buscaba el elixir de la vida eterna, pero a su vez en sus versos dejaba entrever la brillantes de un hombre que se sabe único, capaz de crear como nadie un universo desde la nada, pero sabe además que es imposible luchar contra la horda de ignorancia que hace de las sociedades algo revulsivo y por siempre obtuso y pobre con millones de personas empobrecidas de espíritu…
En sus últimos años, era extraño ver a ese hombre de kimono de seda negro, usando un bastón labrado fabricado por sus propias manos, con su cabello y larga barba blanca que llegaba a la ciudad después de una extensa incursión por esos lugares que nadie jamás había conocido, y de pronto en un boca a boca toda una multitud se hacia presente casi tímidamente con un gesto de reverencia se acercaba para verlo de cerca bajo el rumor de – ¡Li Po, ha llegado, a la ciudad, el mas grande de los poetas que haya existido, esta aquí! esta aquí!! -y sabían que en cualquier momento prorrumpiría con su mansa y pausada voz allí en medio de la calle atiborrada de gente, que se estorbaba por escuchar, algunos de sus versos inolvidables…
El pueblo lo amaba, se llego a decir mucho mas que al mismísimo emperador y era tan famoso de un extremo a otro del imperio que eso no le causaba ninguna gracia al hijo del imperio del sol naciente.
Cuando decidió enfrentar la muerte, ese año el 762, en ese lago se dice abrazando la luna, en Dangtu, (actual Anhui, algunos autores se arriesgan a suponer que había sido envenenado) nunca se pudo comprobar cual había sido la causa del deceso, lo cierto es que nadie pensó que era verdad, la noticia para el pueblo chino no paso de ser solo una anécdota mas, dentro de las intrigas que rodeaban la vida del poeta, lo seguirían esperando en la ciudad, por siempre, porque se afirmaba que Li Po no podía morir, porque sus versos eran eternos…

sábado, 16 de octubre de 2010

Horacio Quiroga, en sus años de juventud escribio 22 poesias, aqui apenas el genio comenzaba
a deslumbrar como escritor, tras regresar de Paris, dejaria crecer su barba con la que seria retratado por el resto de sus años...

Sobre Horacio Quiroga


El monstruo de la naturaleza, la muerte y un solitario escritor…


Los pasos resonaban por las escaleras, unos eran los de la misma enfermera de siempre, él ya lo sabia, pero esta vez escucho otro pasos, mas breves y parsimoniosos, una luz mortecina alumbraba el pasillo, se detuvieron detrás de la puerta, y la voz de la mujer le dijo que llamara, por cualquier cosa antes de retirarse apurada. Detrás de la puerta, vio la sombra de alguien que poco a poco abrió la misma. Solo se atuvo a mirar quien era, desde ese rincón sombrío en la que pasaba las 24 horas del día. Era un hombre de ojos verdes y de tupida barba, que no pareció incomodarse con su presencia.
Hablaron por unos minutos, Vicente Batistessa, el hombre que sufría de elefantiasis, y cuyas deformaciones óseas extremas lo habían convertido en un verdadero monstruo que inspiraba temor de solo estar a su presencia, tal como le había ocurrido a Joseph Merrick el hombre elefante ingles. Por primera vez, quizá desde que tenia uso de razón, que alguien no lo miraba con lastima, ni con horror. Escucho atentamente lo que ese hombre tenía para decirle y él le contesto como siempre había respondido, con un poco de temor y tristeza, pero ya al final de la charla le dijo que su sueño era salir de allí, le confeso casi a punto de llorar, que no soportaba en ese frío sótano, tanta soledad, entonces aquel hombre le dijo lo mismo, y hubo algo que de pronto encendió una amistad que se prolongaría en el tiempo, por cierto un escaso paréntesis antes del final.
Pasaron unos días y aquel hombre pidió que lo sacaran de ese lugar inhumano y le prepararan en su habitación, un lugar y que recibiera la misma atención que cualquier otra persona. Era difícil creer que Horacio Quiroga, el escritor que había conocido, casi como nadie el alma humana y cuya vida ajena a la popularidad e indiferente a los prejuicios, estaba allí debatiéndose entre la vida y la muerte, el diagnostico de cáncer a la próstata, muy avanzado no le daba margen a ninguna espera, pero tuvo tiempo de hablar con su amigo acerca de su vida, de sus sueños imposibles y de sus grandes errores, sentía que Vicente Batistessa ahora su compañero de cuarto en la clínica podía comprenderlo, porque sabia de ese sufrimiento que marca una existencia al nacer y no puede detenerse, pero también podía comprender como cualquier otra persona que no es nada fácil finalizar una historia que parecía que no tendría porque terminar. Ambos estaban condenados de antemano a morir.
Batistessa sabia que las deformaciones terminarían por comprimir sus cansados órganos, hasta que su corazón ya no pudiera resistir el dolor. Horacio Quiroga a su vez, comprendía que esos significaban sus últimos días, ya no había esperanzas, no servia resistirse con esa sujeción a las palabras, ya todo estaba escrito, dicho, cantado.
¿Por qué siempre en su vida había desafiado a la muerte? y cuantas veces le había ganado. Charlaron sobre eso, en esas eternas horas, en que el mundo giraba dejándolos hacia una orilla…
Esa tarde del 18 de febrero después de que los médicos le confirmaran su dolencia, salio a caminar por ese Buenos Aires abismal, mientras cruzaba las calles miraba la ciudad, los edificios, la gente, quería pensar en que no era real lo que le había aseverado el equipo de médicos, cansado después de una hora y media de recorrido se sentó en un parque, tuvo todo el tiempo para observar los niños jugando, y la gente que pasaba por allí, charlando, pensó en sus hijos en los calidos días de sol, cuando remaban por los ríos caudalosos de la selva, el brillo del agua que siempre le hubo de fascinar y que de vez en cuando acariciaba con una de sus manos, la sentía fresca, viva, nueva, como si alguien o algo no dejara ensuciarla – tal vez era Dios, pero él no podía creer en alguien que no daba tantas señales, su escepticismo le jugaba siempre en contra, pero si recordaba los ojos de sus hijos que se reían maravillados por tanta abrumadora belleza, comenzaba a dudar de su propios pensamientos, mientras navegaban a veces se avistaban aves de todos los colores, que emprendían vuelo desde las copas de los árboles, y el sonido de los monos saltando por los ramajes, miles de veces se había preguntado ¿Quién había creado esa infinidad de vidas que no necesitaban nada mas que de la libertad para vivir? y que sin saber de sus hermosuras, dejaban como limpios los oscuros laberintos del pensamiento humano, uno se sentía parte de ese hábitat, de felicidad y entonces todo era liviano, y él también se reía como un niño avistándolos.
Regreso al hospital apenas pasadas las 23, y se arrojo a la cama, Vicente Batistessa lo esperaba imperturbable, entonces con un dejo de melancolía le confeso a su amigo que no estaba dispuesto a continuar con ningún tratamiento, los cuales era muy rudimentarios, para ese tiempo pero desistió del dolor, ese que le había acompañado toda la vida, ya no quería seguir sufriendo, ya no…
Su plan era simple, en esa madrugada del 19 de febrero de 1937 preparo un brebaje, sus manos temblaban al hacerlo, ya con el vaso, en su pecho, Batistessa le sostuvo por los hombros, se miraron fijamente, - no tengas miedo, eres una criatura que ha venido al mundo por algo, todo ser es maravilloso, es un pequeño dios, digno de ser respetado, has ocupado tu lugar y eso es todo lo que debe importarte- le dijo Quiroga a aquel hombre que parecía ensimismado en lo que estaba por pasar, a lo cual este contesto- nunca olvidare lo que has hecho por mi…
Quiroga apresto beber de un sola vez, aquel vaso de cianuro, sus ojos a solo unos minutos se emblanquecieron intento sostenerse y entonces su amigo Batistessa, lo sostuvo en brazos como pudo, hasta dejarlo reposando en el piso, ahora Quiroga por fin podía ver otra vez su amada selva, el olor de los árboles bajo la lluvia torrencial y las palabras que se salpicaban en un amarillo papel, como latidos sueltos de un corazón que no conoce las heridas…
Horacio Quiroga Forteza nació en Salto, Uruguay en 1878, marcado por una dura infancia sin padre, ya que este había fallecido de un disparo accidental de un arma de fuego, cuando él tenía apenas uno dos meses. Desde adolescente mientras cursaba el colegio secundario su interés por la literatura fue evidente, además de que amaba la vida al aire libre, hacia grandes recorridos en bicicleta y disfruta de esas aventuras dejando nacer su inspiración, así surgieron sus primeros versos, a la vez que no dejaba de leer nada que caía a sus manos, especialmente los libros de filosofía.
Sus primeras colaboraciones fueron para la revista La Reforma, allí ya se puede apreciar su estilo que es prácticamente inconfundible, sensitivo, audaz, conciso, capaz de crear en pocos renglones el destino de una vida En 1899 viajara a Paris, con el dinero de una herencia que recibiría de su familia, tras la muerte de su padrastro cuyo suicidio le dejo profundas secuelas. Por esta época Quiroga es un joven apuesto que usa ropa elegante y sus modales son las de un hombre de ciudad, cosmopolita. Usa bigotes y barba candado delicadamente rasurada, arregla sus cabellos con cierto apresto, y nada de lo que hace o dice son profundas invocaciones de su elevada cultura. Pero el viaje a la meca del arte y la cultura, no serán para Quiroga precisamente lo que él esperaba. Dilapidado el dinero en escaso tiempo, emprende el regreso pero ya no es el mismo, había pasado hambre, y frío, y su tupida barba seria como el testimonio de ese viaje a los infiernos, sin embargo traería de Europa un libro nuevo Diario de Viaje a Paris.
No tardara en retomar su participación en la vida cultural a través de sus escritos y tras Fundar la Revista de Salto, también creara un grupo literario, que intentara saltar hacia otras formas de expresión en Montevideo.
En 1901 en Buenos Aires se publicara su primer obra, Arrecifes de Coral, Poemas, Cuentos, y Prosa Lírica, su euforia se ha desatado, es casi un sueño que sus libros comiencen a causar interés en la gran ciudad. No obstante su felicidad durara casi nada, porque dos de sus hermanos mueren presa de la fiebre tifoidea, a mas de las cuestiones literarias, el escritor ama la vida, y no puede entender porque el oscuro destino esta ensañado con los suyos. La tragedia solo estaba a punto de llegar, nadie a ciencia cierta sabrá jamás como sucedió, pero Quiroga terminara asesinando accidentalmente a su amigo Federico Ferrando con un disparo mientras limpiaba una arma de fuego. Seria arrestado y encarcelado, hasta que su declaratoria no dejo libradas dudas de que se trataba de un accidente por lo cual le fue otorgada la libertad.
Apenas después de unos días decidirá abandonar su grupo literario y marcharía a Buenos Aires, dicen que la culpa y el remordimiento por haber asesinado a su amigo no le dejaban en paz. Sus facciones cambiaron drásticamente, y un rictus de angustia se instalo en su frente para siempre.
En Buenos Aires trabajaría como maestro, y a la vez se relacionaba con gente de las letras, es ahí cuando conoce a Leopoldo Lugones con el cual no solo compartirá su afición por las palabras, sino también el costal de investigador histórico de Lugones, que ansiaba descubrir los secretos que habían dejado las ruinas jesuitas en Misiones, Lugones tomaría apuntes, y Quiroga se dedicaría a fotografiar el lugar. Pronto los dos parten a la expedición, pero no serán las ruinas jesuíticas las que maravillan a Quiroga sino la selva misionera, todavía virgen, inexpugnable, eterna.
Al retornar a Buenos Aires, tenia en mente solo volver allá, decidió invertir todo lo que tenia, en la compra de unos campos en Chaco, para sembrar algodón, ubicado a solo unos pocos kilómetros de Resistencia, allí Quiroga aprenderá el duro oficio de peón de campo, pues trabaja a la par de los otros peones, y también sabrá del fracaso, porque no es viable su empresa, los fenómenos atmosféricos, y los problemas que tiene con el personal, lo declaran en quiebra.
Retornara a Buenos Aires a la casa de una de sus hermanas abatido y cansado, pero no dejara de escribir, es cuando comienza a trabajar en su cuentos cortos que lo harán tan celebre como un mito de la historia de la literatura latinoamericana.
Verán la luz algunos de sus aclamados escritos que se darán a conocer en una de las publicaciones de actualidad de mayor circulación por ese tiempo, Caras y Caretas publicando entre 5 y 10 cuentos al año, pronto se convertirá en el mas famoso de los escritores de la revista, y esta se venderá como nunca antes, debido a su presencia.
Mientras tanto Quiroga soñaba con volver a la selva, algo le llamaba desde ese lugar, era como si su corazón se hubiera quedado detenido en esa inescrutable jungla. Hacia 1906 lograra por fin comprar un centenar de hectáreas debido a que el gobierno buscaba inversores para la zona, que a su vez posibilitaran trabajo para los habitantes del lugar. Fue a orillas del Paraná donde ya en 1908 edificaría su casa en los terrenos de su propiedad, antes había logrado seducir y conquistar a Ana Maria Cires, que seria su primera esposa, con ella y con los padres de esta, comenzaría una nueva vida en ese su lugar soñado.
En 1911 nacerá su primera hija, Eglé y junto a su socio Gozalbo, comenzaran explotar los yerbatales, a la vez que consigue un cargo como Juez de paz, encargado de mediar entre los pueblerinos cualquier tipo de disputa y celebrar matrimonios.
En 1912 nacerá su segundo hijo, Darío, apenas los niños crecen Quiroga se ocupara de su educación y de enseñarles los rudimentarios oficios de la selva, los obligaba a enfrentarse al miedo de la soledad de la selva, a lidiar con animales salvajes, y superar las pruebas geográficas, atravesando ríos, o quebradas abruptas.
Hacia 1915 Quiroga continuaba escribiendo denodadamente en los espacios que le dejaban sus numerosas labores de cosechero, aunque eran tiempo difíciles económicamente por lo tanto vivía de la caza y de la pesca de las cuales era un verdadero experto.
Sin embargo esa vida idílica de Quiroga termino por cansar a su esposa, que harta de privaciones, le confeso que quería marcharse de allí, a la ciudad, quería otra educación para sus hijos, otro destino, en realidad ella nunca se había adaptado y comenzaron las cruentas disputas familiares, discusiones, que un implacable Quiroga estaba siempre dispuesto a ganar, ella le rogó que la dejara libre, pero él no cedió a esa petición pensando que era lo mas acertado, hasta que tras una terrible pelea, ella termino con su vida ingiriendo veneno, fue una larga agonía de mas de una semana, donde los niños y el propio Quiroga estaban abrumados, perdidos, desbastados.
La muerte de su mujer le obligo a dejar la selva, consiguió un puesto de administrativo en el consulado de Uruguay gracias a unos amigos y una vivienda que estaba ubicada en un sótano, corría el año 1917, año en el que aparecería su celebrado Cuentos de Amor Locura y Muerte, que era una recopilación de sus cuentos mas provocadores de todos esos años. En 1918 llegaría su Cuentos de la Selva, el libro que lo haría prácticamente imperecedero, por su despliegue de imágenes visuales, descripciones inigualables de la selva y de sus habitantes, ingenio, y una lucidez asombrosa.
En el año siguiente daría vida a un nuevo grupo literario Anaconda y publicaría con los recuerdos de su primer amor, María Esther Jurkovski dos de sus primeras obras mas reconocidas, hacia 1920, Una estación de Amor, y Las Sacrificadas (obra teatral), inspiradas en una ventura amorosa donde se dejan ver ciertos prejuicios sociales, y religiosos que desvirtúan el destino del amor.
Quizá la más influyente popularidad de Quiroga nacerá cuando el diario La Nación comienza a publicar sus cuentos en su suplemento cultural. Ya en 1924 se editara Desierto, otro libro de cuentos, repitiendo el éxito de Anaconda y otros cuentos en 1921.
Amaba el cine, y como tal dedico mucho de su trabajo a la crítica cinematográfica, tenia una sección en la revista Atlántida de tirada nacional, como asimismo en otras publicaciones emblemáticas como La Nación.
En 1926 se instalaría en Buenos Aires donde trabajaría durante un año en sus escritos para crear según sus biógrafos uno de sus mejores y mas logrados trabajos, Los Desterrados.
Se casara por segunda vez con una mujer de apenas 20 años, Maria Elena Bravo no pasara demasiado tiempo para que surjan los primeros conflictos con la misma. En 1932 decidirá marchar otra vez a la selva, era su última posibilidad de intentar retener a su pareja y su pequeña hija de apenas tres años. Terminaría perdiendo su puesto en el consulado y volverían ya en plena selva las discusiones y el ímpetu de abandonarlo de su segunda esposa.
En 1935 tras una terrible disputa, ella y su hija lo abandonaran en medio de la selva, Quiroga esta desesperado, como uno de esos animales salvajes que tanto le gustaba domesticar, acorralado entre sus imposibles, con los primeros síntomas de la enfermedad mortal que lo hundiría en la mas absoluta desesperación, la depresión se apodero de sus días, soporto como pudo la soledad en esos años hasta que no pudo aguantar mas y viajo a Buenos Aires en ese fatídico 1937.
Lo demás ya todo esta escrito, su final que se predice y sus libros que serán una llamarada para quienes ahondan en su vida, nacerán vastedades de biografías no autorizadas, de anécdotas, que no se sabe si fueron ciertas o no, de locuras como el que le llevo a construir una embarcación con sus propias manos, y de un centenar de sueños que todavía nos resulta increíble leer.
Quiroga quiso que en su obra estuviese ese -ser vivo y visceral- como la selva, que tuviera sus dones y sus sombras, como de hecho los ostenta, que representaba la naturaleza en su más intensa revelación, en contrapartida del hombre que intenta doblegarla, sin tener en cuenta la escasez de su existencia. Nos llevo por el dolor de sus personajes, casi siempre individuos que no podían deshacerse de una especie de maldición, algo invisible que los llevaba rodando como un arbusto seco por el desierto de sus pocos anhelos. Nos describió la terrible pobreza de los peones rurales, y de cómo eso mismo se sucede una y otra vez, generación tras generación, pero sin quitarles esa esperanza tan antigua como inexplicable, dio testimonio de la gente que esta olvidada, perdida e intento con sus escritos decir que había un sentido en sus vidas deshechas. Se enfrento a la muerte y no solo camino entre sus infernales devociones, sino que la hizo suya, ya no le temía, ni podía dejar que jugase con su espíritu, ni con su mente que a veces se redimía al miedo, quizá por eso prefirió morir al lado de un amigo considerado un monstruo, que causaba espanto como Batistessa, conciente de que la naturaleza se manifiesta inimaginablemente para vencer al hombre aunque el alma humana se porfié de creer que puede alguna vez vencerla.

lunes, 9 de agosto de 2010

Retrato de la escritora Emili Brönte
pintada por su hermano Bramwel Brönte

Emili Brontë. Amar a un fantasma...



Ella miro a su madre, por última vez en ese día tan igual a todos pero a la vez tan distinto porque nunca iba a poder olvidarlo. Alguien en brazos la había llevado hasta su cama, allí apenas había podido acariciar su bonito cabello y sus mejillas, mientras ella le obsequiaba un beso que le obligaba a sonreír. Era una niña, no podía saber de las despedidas. En seguida salio del cuarto en penumbras sin pensar en nada, a más de que en poco tiempo su madre estaría de pie. Tenía ganas de jugar con ella y como sabia que no iba a poder hacerlo, lo hizo en soledad. Una muñeca que le obedecía en las tareas que su imaginación llevaba por el tiempo y que a veces compartía con alguna de sus hermanas. Se sentía contenta haciendo invenciones con sus cosas y ese largo ensueño que parecía durar una eternidad no era más que el estado emocional de la vida de una niña que le parece que todo es perfecto y esta diseñado para ser feliz.
La despertaron sobresaltada sus hermanitas y la vistieron, ella solo atinaba a sonreír, después la llevaron al pórtico de la iglesia ¿Qué es lo que siente una niña, al perder a su madre? mucho tiempo después aun no lo podía responder, pero aunque era muy pequeña y aunque le costaba entender que significaba aquello, aun lidiaba con una imagen algo desdibujada de una enorme y larga camita de madera donde le decían iba su madre sostenida por las manos de unos hombres vestidos de negro que ella no podía saber quienes eran, ¿A dónde la llevaban?¿Donde quedaba ese lugar a donde ella no podía acompañarla? ¿Porque había decidido irse así acompañada de toda esa gente desconocida? y aunque se esforzaba por entender en los brazos de su padre, no podía. Ni menos cuando vio que la dejaban tras una larga caminata sobre la tierra de un bosquedal y mientras veía manos que de repente agitaban flores y bajo los velos oscuros de sus caras había sollozos y lágrimas, cada vez que alguien se acercaba a su padre y le abrazaba también a ella. Estaba callada y con un poco de desconcertante miedo.
Escuchaba lo que le decían a su padre, pero no sabia que querían decirle. Solo miraba cada uno de sus llamativos sombreros. Cuando no quedo nadie comenzaron a alejarse a paso lento de aquel lugar y ella buscaba mirar hacia atrás aferrada al cuello de su padre, quería ver, saber donde la había dejado a su mamá, ¿Porque no venia de su paseo a los bosques…? Y casi sin darse cuenta cuando giraban en una callecita, sus lagrimas caían de la desesperación muy lentamente…mientras agitaba sus brazos indicándole a su padre que se detuviera ¿Por qué ella, su madre había decidido refugiarse en ese bosque…?
Así fue que Emili creció un tanto en la espera y la tristeza. Sus hermanas se lo explicaron hasta el cansancio cuando amanecía y ella corría al cuarto donde encontraba antes a mamá, y ya no había nadie en ese frío lugar que ahora permanecía vacío. Ella seguía aguardando a su madre, no podía entender aquello todavía a pesar del tiempo. Tres años no son suficientes para deducir apenas nada, pero si era suficiente para amar como nadie puede amar, con la inocencia de quien todo lo cree, pero poco a poco notaba que la vida iba cambiando en su hogar desde aquel instante.
Después se iría junto a sus hermanas a un colegio donde no existía lugar para pensar, donde las frías y monótonas paredes del lugar hacían la salvedad de una prisión, ella se refugio en su mundo interior y hasta creyó posible no ser ella, sino otra, era como vivir en una casa de fantasmas y sus hermanas por protegerla no le daban razones para que se preocupara pero ella percibía que nada iba bien allí.
La muerte estaba agazapada, y no tardo un día en hacerse presente cuando ya no quedaba nada por hacer, sus hermanas mayores, Maria y Elizabeth estaban gravemente enfermas y cuando su padre fue a buscarlas para regresar a casa ya era demasiado tarde. Ahora si Emili, podía comprender cual era la puerta que te llevaba hacia la soledad, hacia la incomprensión de todas las cosas. La soledad solo podía ser como una hiedra que se seca sobre los muros estrangulándolo de amarillos torvos, mientras su casa se convertía en un desierto de silencios y sollozos.
Tenía solo siete años cuando acompaño a sus hermanas muertas al cementerio, el viento arreciaba como si también llorara desconsoladamente por ellas y ese sonido que aullaba entre los árboles, jamás podría sacárselo de la cabeza, ni de su corazón, por toda su vida.
Aunque había nacido en Yorkshire, no conocía más que ese pueblo Haworth, ese era su mundo y allí comenzaban a quedarse sus seres más amados. Volvieron a casa y en el anochecer ella y cada uno de sus hermanos Charlotte, Anne, y Branwell después de la oración acostumbrada se fueron a sus cuartos. Ella sentía tanto vacío en el centro de su pecho, como una caja de madera sin nada, al acostarse se acurrucaba a mas no poder, buscando protección, antes había visto a su hermano, taparse la cara ante sus lagrimas, presumía de ser ya todo un hombre y sin embargo era tan frágil, como un tallo de claveles, tras una noche de escarcha. Esa visión de su hermano llorando le angustiaba al punto de hacerle doler el estomago, claro, amaba a sus hermanas, pero él, Branwell era su preferido…
De ahí en mas el tiempo se detuvo para ellos, que sobre todo en los anocheceres compartían un mundo ficticio que los ayuda a olvidarse de la realidad, también ir a la iglesia era un desahogo donde su padre como Reverendo del lugar proclamaba los sermones, pero le parecía aunque le temía a su padre y a Dios que de alguna manera ese ser todopoderoso se había olvidado de ella, hacia muchísimo tiempo; pero claro no podía decírselo a nadie, ese era su secreto.
A los 20 años después de un breve tiempo de trabajo como institutriz, por orden de su padre, se inscribió para cursar estudios de diferentes ciencias junto a su hermana Charlotte en Bruselas donde vivían en la casa de una tía. Pero otra vez la muerte de ésta inesperadamente, les indicaría el regreso a su país y a su pueblo.
Al retornar seria la administradora del hogar de los Brontë y en sus ratos libres escribiría poesía ocultándolas a la mirada de sus hermanas. Apenas fueron unos pocos años de tranquilidad y se desencadenaría una nueva tragedia para su familia, su adorado hermano Branwell, no solo había perdido credibilidad como pintor, lo que él quiso ser desde siempre, sino que no lograba permanecer en ningún empleo por mucho tiempo. Sin trabajo y con la sombra de no haber podido superar la muerte de su madre y de sus hermanas y de un amor imposible con una mujer casada, se arrojara a la bebida y más adelante al opio para intentar olvidar el dolor de perderlo todo.
En los anocheceres salía de juergas y Emili lo esperaba a deshoras de la noche para así todo borracho y perdido arroparlo y llevarlo a su cama, así pasaron los años y solo la mantenía viva el hecho de escribir, sus poesías y desde hacia tiempo un esbozo de una novela donde dejaba traslucir sus sueños imposibles de enamorarse.
Fue de casualidad que su hermana Charlotte un día descubrió sus poesías y entonces le propuso que publicaran un libro juntas ya que ella y Anne, también habían esbozado una suerte de palabras al papel. Descubrieron que eso las mantendría unidas, y era extraño quizá pero cada una por su lado buscaba casi lo mismo.
Al momento de publicar tuvieron que replantearse muchas cosas, especialmente como sortear esos tiempos Victorianos donde una mujer no podía dedicarse a ese oficio que había sido exclusivo de los hombres. Pero era tanto el deseo que buscaron seudónimos, ella eligió a Ellis Bell, y sus hermanas a Currer y Acton Bell.
El libro de poesías al publicarse por supuesto fue un fracaso tan grande que no pudieron venderse mas que dos ejemplares sin embargo antes de que esto sucediera ya tenían decidido escribir una novela cada una, que fuese lo mas extraordinaria posible, era un reto y además un sueño. Solo un año le llevaría a Emili contar lo que le aprisionaba en el alma, Cumbres Borrascosas se publico entonces siempre usando su seudónimo, y aunque era solo un libro significaba lo mas importante de su vida, tanto que el no dormir de noche, ni el buen descanso, ni la buena alimentación ante sus remordimientos de ver a su hermano preferido hundirse irreparablemente, dejaría una amarga huella en sus escritos que se percibe aun hoy al leerlo. El libro seria nada más que otro nuevo fracaso, ni el público, ni la crítica de su época lo entendieron. Pero eso a ella ya no le importaba, que podía significar eso al lado de la muerte repentina aunque ya presentida, que termino por destruir su voluntad que estaba a punto de quebrarse hacia ya tiempo. Fue demasiado y no pudo soportarlo, en ese frío septiembre, ver a su adorado hermano, en un ataúd recubierto por todas las maldiciones del destino, no podía creer que ya no existía, que se había ido para siempre. Entonces todo el pasado se le vino encima como un manto de hielo que no la dejaba respirar y otra vez de nuevo sus ojos buscando a su madre en el mismo bosquedal del cementerio donde ahora quedaba así arrojado a la intemperie del viento absurdo y maligno su hermanito, mientras las tristes campanas de la iglesia golpeaban sin piedad en su corazón.
Volvió a revivir toda la tristeza de su pasado y cuando todos se fueron y ella quedo allí un rato más a los pies de la tumba. Le pareció en un instante al levantar su vista que detrás de un árbol añoso una mujer vestida de blanco le hacia señas, se quedo asombrada parecía tener el rostro de su madre, se le nublo el pensamiento en ese instante -es ella, pensó, es ella- y corrió por los senderos del cementerio como adentrándose hacia una estación de sombras, la mujer parecía retroceder por un oscuro sendero que ella siguió tropezándose por entre las viejas tumbas, hasta que su respiración exánime no la dejo continuar, Dios!! - no había nadie allí- se dijo a si misma. Huyo corriendo de ese lugar le parecía que estaba a punto de perder la razón, prometiendo que jamás volvería.
El refugio de su cuarto ya no podía contenerla, sentía ese viento ruin, e incansable soplar allí fuera, y no podía dormir…porque no podía soportar la realidad sin Bramwel al fin ya no le tenía temor a la muerte…hubiera dado cualquier cosa por acostarse a dormir y no despertar jamás.
Esa noche recordó la risa de Branwell cuando una tarde había decidido pintarla y como ella, al mirar la pintura había quedado fascinada con esa belleza que estaba en el lienzo- no se se si esa soy yo – le dijo ella - Así de bella eres para mi- le había dicho él- en un susurro al oído y ella había llorado de emoción tras verlo partir hacia la calle…
Pensó en que lo afortunada que hubiera sido, encontrar un hombre que tuviera esa misma sensibilidad, la de su hermano en esos años donde el arte era todo para él. Pero el amor verdadero no puede venderse, ni fingirse es o no es, ella podía escribirlo, narrarlo, sentirlo sin embargo jamás había llamado a su puerta, a mas de los casuales amores que cualquiera puede llegar a conocer, y que un día ya no están, porque en verdad nunca fueron importantes. Siempre ella con su temperamento desmedido buscaba algo más, siempre algo más, algo que le atrapara entre la pasión y el delirio, junto a esos sentimientos que a veces se escapaban de control… Fueron casi dos meses y medio, donde ya no tenia ganas ni siquiera de comer, hasta que ya no tuvo mas fuerzas, comenzaba a sentir de verdad el frío hasta en los huesos y allí en su cuarto que ahora era todo su mundo miro la ventana y como golpeaban en los cristales las ramas de uno de los árboles añosos del jardín como unos brazos de un mendigo que parecían suplicarle entrar y se durmió pensando en lo que había escrito no sabia ya si al final o al principio de su novela de ese fantasma atormentado que vuelve, que viene en la búsqueda, de quien se negaba a olvidarla, …los postigos golpeaban las paredes, por el viento …
Eso fue lo último que escucho en su vida, Emili Brontë, dejo de soñar, dejo de existir en ese fatídico 19 de diciembre de 1848. Apenas tenia 30 años pero su rostro ocultaba un gran pesar como si en los postrimeros días de su vida el peso de todas las angustias la hubiesen devorado – aseguran sus biógrafos- que entre visiones moribundas buscaba la imagen de un hombre que había añorado la amara así con esa pasión infinita con la cual ella misma hubo de describir a ese personaje endemoniado de sus fantasías el Sr. Heathcliff dueño de todo el resentimiento que puede existir en el alma de un hombre enamorado de una mujer imposible porque ha muerto…

viernes, 11 de junio de 2010

Sobre El Canto de La Vida, un cuento de Serggio D. Oros/ Reir entre lagrimas

Creo que a traves del tiempo, y de los años uno va comprendiendo la libertad creativa de ciertos autores, que nos hacen de alguna manera complices de sus escritos, esto me sucedio cuando lei, El Canto de La Vida, un cuento de Serggio D. Oros, de su libro Tren Hacia el Alma y Otros Cuentos. Mi modo como periodista de establecer un vinculo con la literatura desde siempre ha sido la objetividad, la rigurosidad, ya de la infomacion o de su fuente, y si es un relato, merece aun mas una confrontacion sensata y decidida de la tecnica y sus enlaces con el genero en cuestión. Logicamente, soy alguien que va hacia el escrutinio de las palabras, y desde luego juego con la desconfianza de creer que estoy haciendo bien las cosas, como para volverme sobre mis pasos y releer una y mil veces el texto en debate, intentando quitar los errores,que mi propia mirada de las cosas antepone a ese estudio minusioso si se quiere, corrigiendo los excesos, las malezas que me hagan perderme entre vanalidades, por eso quiza no supe de que asirme ante este muy bien logrado relato de un escritor que a su vez no parece serlo, que rehuye de los complejos de la metodologia, y se arroja a las aguas mas turbulentas del alma. Uno al compenetrarse en sus escritos le parece que puede ser cualquiera quien lo ha llevado a cabo, pero cuando se hace muy fino el camino y aparece el precipicio donde la vida deja sus huellas mas profundas es imposible no tener miedo, no temblar, no sentirse amenazado por los sucesos. Serggio, ha elegido quiza el mas complejo de los generos literarios a mi entender, los cuentos cortos, como una prueba a si mismo de su capacidad como creador y como artista, y creanme que sale mas que ileso de ese reto, que muy por el contrario a nosotros nos agarra con la guardia baja y nos hace tambalear hasta el punto de reir entre lagrimas.


Julio Amado Picenta de La Fuente
Periodista/ Escritor/Critico literario
Bs. As Mayo 2010

El Canto De La Vida…



Siempre fui un hombre de pocas palabras, pero no se porque ese atardecer de agosto quise hablar de mi, de esas pequeñeces que pasan en nuestra infancia y después se convierten en instantes que nunca podemos olvidar.
Yo crecí con mis tíos una pareja que contaba con unos cuarenta años, al momento de aceptarme en su familia con un hijo pequeño. El era italiano de la región del sur, un hombre que hacia culto de la simplicidad y aunque jamás había querido regresar a su ciudad natal, todavía conservaba cierta nostalgia por el lugar donde naciera, pero como todo ser humano luchaba para desterrar sus contradicciones. Era alto y delgado, con una frente ancha y prominente, de cabello muy fino siempre corto y peinado hacia tras; ojos azules y una perfecta sonrisa de dientes alineados y blancos. Pocas veces recuerdo haberlo visto vestido casualmente, siempre llevaba puesto sus trajes, en toda la gama de los azules con rayas grises y blancas que eran sus preferidos, sus camisas de seda y corbata al tono; elegía nada que no fuera formal a sus pies, es decir zapatos negros y de punta recta, mejor si brillaban mas que un espejo; tal vez su buena presencia y don de gentes, mas su titulo de Farmacéutico y un Master en economía le habían ofrendado la posibilidad de trabajar en una inmensa empresa – laboratorio en la Ciudad de Mar del Plata, que con los años se convertiría en su gerente. Es que su aspecto difería de cualquier persona común, un hombre sofisticado, culto, exageradamente cuidadoso en sus modales y que a la vez no escatimaba en acentuar todo ello con un buen humor tan a la deriva y a contramano que en seguida su porte de caballero le daba paso a la del inmigrante devenido extrañamente en porteño, pues amaba tanto a Buenos Aires, que casi exageraba sus arrebatos para hablar de la ciudad, de sus cafetines, de sus teatros, del puerto, de sus poetas. Jamás salía de casa a la mañana sin haber desayunado su café negro y una tostada, sin leer por lo menos tres de los diarios más importantes, como si de ello dependiera el resto del día. Creo que en ese tiempo él imponía el ritmo de la casa a mas allá de sus prolongadas ausencias, pues su esposa mi tía, Irma Licenciada en Historia apenas volvía de dictar sus horas de cátedra, se encerraba en su habitación y no aparecía por nada salvo por algún percance, involuntario. La cocina entonces le pertenecía a él, siempre fue así. En los fines de semana era una obligación estar allí para preparar las pastas al denté; él lo hacia todo desde la masa hasta la salsa muy naturalmente, y nosotros, mi primo Guille y yo, éramos sus ayudantes. Entonces la cocina se convertía bajo sus ordenes en una seguidilla de bromas interminables, usaba las zanahorias de bigotes o patillas, cambiaba el tono de su voz para hacernos reír imitando a comediantes de las series de televisión de ese entonces, a veces nos contaba historias de raros personajes que habitaban las cocinas, desde ratones y hormigas, que en su imaginación tenían nombre y apellido y todo un bagaje de aventuras. Conjeturar que nosotros apenas alcanzábamos la altura de la mesada esta de más y sin embargo respondíamos a sus órdenes de cortar las verduras, creo que ahí fuimos felices, el mundo no pesaba tanto y nos parecía que teníamos el cielo por delante.
Vivimos en diferentes barrios, Boedo, Palermo, y en los últimos años nos trasladamos a una hermosa casa que había comprado en Olivos, lugar que pudo adquirir tras recibir la herencia que le dejara su familia italiana, fue ahí cuando recién comencé a enterarme de quien era mi tío. Se decía que provenía de una familia de rico linaje, lo supe en seguida cuando entre los tantos bultos que le enviaran desde Italia, tras unos meses del fallecimiento de su madre, se desplegó ante mis ojos una estatua de una mujer bellísima, tamaño natural toda de plata con una base enorme de mármol de Carrara. Esta había sido una de sus más preciadas pertenencias y ella prefirió dejársela como un regalo personal a su hijo que no pudo ver antes de morir. Más tarde nos llegaría a oídos de que a más allá del dinero recibido, también hubo de heredar un departamento en una de las calles principales de Roma. Pero él como siempre viajo a Italia solo para dejar ese lugar con llave, pues jamás le dio importancia ni tampoco intento sacar provecho económico de ello y no aceptaba sugerencias sobre el mismo, eso le molestaba en suma cuando mi tía intentaba opinar sobre el destino de aquel lugar.
A veces y siendo yo un poco mas grande, se quedaba un rato mas a la mañana y entonces no solo compartíamos el desayuno, sino que me llevaba en su auto hasta el colegio, así se repetían las mañanas y así también logramos adentrarnos a nuestros propios mundos, sesgando la inútil desconfianza que se apoderaba de mi, él sorprendido por mi habilidad para escribir poesía a mis doce años, y yo boquiabierto porque con él dejaba de ser un chico prácticamente mudo y entonces charlábamos de igual a igual, de reyes y repollos y nos reíamos de cualquier cosa que nos daba la gana. Ese era nuestro ritual, que extrañamente él no había podido lograr con mi primo, que ahora estudiaba en el Liceo y que solo lo veía algunos fines de semana, pocas veces al año. Tenia un gran corazón, sentía en realidad mucha pena por la gente humilde y trataba de esforzarse para ayudarlos cuando podía a espaldas de mi tía por supuesto, porque ella odiaba esa faceta de su esposo que no hacia mas que criticarle su faltas, “la caridad comienza por casa”, le decía, cada vez que se enteraba de algunas de sus intervenciones. Pero era dura la piedra, si a través de su cargo en la empresa podía alcanzar a un sinfín de medicaciones ¿porque no iba después a dárselas a los que la necesitan? El mismo después las llevaba a los suburbios para las familias de las villas. En eso coincidíamos y yo me había convertido en su cómplice, a veces cuando hablábamos de las injusticias, le parecía que estas no deberían existir si cada cual se aceptara como es y desde su condición, desde su origen, o clase, salir a pelearla hasta ganar pero con trabajo, con disciplina, con orgullo de ser pobre pero llevar siempre en alto la frente. Y había mucha gente que a pesar de ello no le alcanzaba y él lo sabía. No era solo la sociedad la que nos imponía un estilo de vida consumista, sino que cada cual hacia suya esa consigna y eso no estaba bien, porque cada uno debe responder por lo que es y su tesoro y su poder es precisamente saber resistir los embates de la vida; porque el mundo esta forjado de esa manera —me decía— y yo claro que lo comprendía, podía ver en sus ojos la emoción, podía percibir que no le temía al destino, que su misión poseía en rasgos alguna verdad que estaba lejos de unos pocos; y que aun desde su posición privilegiada no se olvidaba de brindar su ayuda desinteresada porque creía, también pensaba que un ciudadano no es solo el que mora en un edificio, sino que tiene sobretodo obligaciones para con su prójimo. Yo creo que de mi tío aprendí los principios de la generosidad, a no ser avaro, a no guardar lo que a otro le podría servir. Pero no es esto lo que quería contarles, en realidad no se lo que hago hablando de esto que es mío y me cuesta decirlo. Como puede ser, me pregunto que aunque no queramos se viene de pronto la nostalgia, en estos días de invierno que se hacen tan propicios para no pensar en nada, para disfrutar de un café en la cama y nada mas, sentí que aquellos habían sido mis mejores años y que yo hasta ahora no podía darme cuenta.
No imagino en realidad cuantas veces mi tío se habrá demorado en llegar a su trabajo por mi culpa, cuantas veces habrá perdonado mis silencios y no imagino cuantas veces fue capaz de llorar pensando en mi, porque por ahí cuando salíamos a dar una vuelta en el coche que no era otra excusa para charlar, se le llenaban los ojos de lagrimas, cuando adolescente ya, le hablaba de mis recuerdos de niño y entonces miraba de costado la ventanilla y en seguida sacaba un pañuelo para limpiarse los ojos.
Su esposa que era la hermana de mi madre, siquiera jamás pudo demostrarme su afecto, no somos todos iguales por cierto, cada cual sabe hasta que punto puede esforzarse para crear sus armaduras invisibles y protegerse de sentir; en cambio él era un alma sin armaduras, ni escudo sin siquiera una ballesta, quizá porque había heredado esa sensibilidad de los tanos, capaces de llorar con la misma pasión picando cebolla que con una aria o una opera. De pequeño él me llevaba al teatro Colón, que no habremos visto y disfrutado si todo estaba allí. —mira, querido, ahí esta el mundo delante de tus ojos, en ese escenario se muere y se resucita, se canta y se llora, ahí esta la esperanza y la locura, la guerra y la paz todo lo que un hombre debe saber esta ahí al alcance de tu mano, delante de tus ojos, por eso quiero que nunca dejes de venir y recuerdes que un tío loco te hizo conocer este que es el canto de la vida, no lo olvides. —
Pero aun no es esto lo que me conmueve a escribir de mi pasado, había algo que de niño hacia siempre en las eternas tardes en que me quedaba solo en casa; mi juego preferido consistía en invadir su guardarropas y entonces allí dejaba salir mi espíritu creativo, usaba sus sombreros, y me media sus corbatas y sus trajes, aunque me quedaran enormes y me parecía que estaba dentro de una historia de espías y agentes secretos, miraba por el largavistas, que tenia para ir al hipódromo por la ventana y también sacaba y estudiaba todo tipo de objetos en su microscopio imaginando que ello me conduciría a dilucidar las pistas de lo que investigaba. En uno de esos días, en una de mis acostumbradas invasiones a su placard, descubrí un pequeño baúl que al abrirlo para mi sorpresa revelo una extraña colección de pipas que se convirtieron en mis obsesión, mas tarde supe que fue consiguiéndolas de sus viajes de joven por diferentes lugares del mundo, de cada rincón se traía una, eran un tesoro, había de todas formas y tamaños de todos los tipos, de todas las tonalidades de la madera, pintadas a mano y de colores chillones que uno pueda imaginarse, pero la joya mas preciada era una pipa de cristal macizo, que compro en Viena a un coleccionista itinerante. Nunca supe si era de adorno o podía usarse, pero fue fascinante el solo hecho de contemplarla; claro yo era solo un niño solitario que por todo atributo poseía su imaginación, entonces me inventaba todas las historias, quizá esa pipa había pertenecido a un maharajá de la india, a un zar, a un príncipe…
No se muy bien lo que pasa en medio de la vida que termina por separarnos, cuando mi tío enfermo gravemente, tras sufrir una embolia cerebral, y en los meses posteriores a su agonía, nosotros, mi primo y yo, nos hicimos adultos de repente; se sellaron todos los pasajes a esos sentimientos que nos hacían volar por el aire y todo poco a poco se fue disipando como detrás de una niebla que no nos dejo ver jamás lo que teníamos.
Hoy mientras caminaba por casualidad en la ciudad vi una pipa, color caoba en uno de eso pequeños anticuarios, enseguida quise comprarla y tras tenerla en mi mano, fue transportarme a ese entonces y se vinieron todos los recuerdos de repente como a caballo bajando las montañas de un sueño, mientras yo pensaba en lo increíble de la mente o del espíritu, que te devuelve en el día menos esperado eso que creíste olvidado y te revuelca en el piso de la nostalgia sin otra cosa mas que resignarte a la realidad; pero les juro me fui a un café y mientras cerraba los ojos me parecía que el tío se sentaba a mi lado con sus ojos vidriosos para escuchar mis poesías de aprendiz que debían dar dolor de estomago y sin embargo a él le emocionaban.
Ni se que paso el día que se fue, no tuve el valor para mirar dentro del ataúd, no pude, sentía que era demasiado para mi, sentía que había tanta maldad en el mundo y este tipo sin cumplir cincuenta ya se iba, se tomaba el subte a media tarde y yo no podía entenderlo, nunca lo entendí. Al poco tiempo mi primo se fue a vivir al sur, yo me fui al norte, mi tía se quedo sin él y sin nosotros y sin consuelo con una tienda inmensa de soledades. Pasaron otras cosas que ni vale la pena contarlas.
¿Que puedo decirles de la ausencia? solo que tengo muchas ganas de llorar, de dejar inconclusas las mañanas, de irme también de este ritual de querer triunfar a cualquier precio, cansado de las idas y venidas, de la gente falsa, del inútil egocentrismo de todo el mundo, cansado de mirarme en el espejo de las vanidades y mas cansado aun de escribir de lo que mas tarde olvido…







sábado, 24 de abril de 2010

Faro Carranza (Malecon) - Veracruz

Serggio D. Oros. Un Nudo en la Garganta

Una Luz en Veracruz, es el cuento nro 9 del libro Tren Hacia el Alma y otros Cuentos, de Serggio D. Oros que hace muy escaso tiempo volvio a editarse bajo la consigna de su 20 aniversario de la primera edicion, donde se me encargo una critica para la contraportada de la obra, bien ampliando ese alli ya vertido concepto, es que he elegido algunos de los textos para un analisis mas concienzudo, y detallado. Posiblemente sea este Cuento al cual hago referencia uno de mis preferidos. No hace falta explicar como un escritor puede desarrollar sus ideas, porque cualquier tecnica es permitida, aceptada, siempre y cuando no haya mayores inconvenientes al seguir su lectura. Pero este Cuento uno puede avistarlo, tiene su cuota de verdad acerca de lo que no podemos explicar con palabras. Se trata de un personaje ignoto, ya que su nombre esta excluido de la trama, un tipo comun, cansado de la rutina, que en cada año se esfuma de su aletargada realidad y emprende un viaje, donde busca reencontrase a si mismo. No es casual que un turista solitario se encuentre con el alma de una mujer tambien muy sola. La tematica de este tipo de relato siempre me ha fascinado, posiblemente porque hay un poco de misterio en cada una de las escenas que se van forjando muy lentamente; por cierto que tambien posee lo que para mi es una tesis obligada que el autor nos tiene acostumbrado, es decir insuflar en este tipo de cuentos cortos, asi como un reves que nos despabila el tema de los amores apasionados, de esas esperas y presagios un tanto desvelados de quienes de alguna manera ansian descubrirlo. Ella Arubi - Al Fajar tal es el nombre de la mujer, el amor, la devuelve al mundo real y él, desde un mundo real tambien, se atreve a vivir un sueño, ahi esta esa aunacion, ese equilibrio, que no encuentra tropiezos, porque ese es el centro de la historia, en realidad alli comienza todo y puede que termine en ese mismo lugar.El ritmo del Cuento no decae sino hasta su final, y eso para quienes estamos insertos en el arte de las letras no es facil de lograr, en un muy escaso tiempo. Ahora queda en los lectores la ultima palabra por supuesto. Humildemente desde mis años de experiencia como periodista especializado en literatura latinoamericana yo apuesto a lo que digo. Si hablamos del arte de la palabra como un conjunto de ajedrez, pues hay que saber donde llevar cada pieza para poder ganarle a lo mas peligroso que enfrenta un escritor, que son los sitios comunes, de alguna manera, el autor se anticipa con una velocidad voraz a los sucesos, entonces se quiere saber mas y no se puede, algo que los autores latinoamericanos han llevado a la practica como una condicion insoslayable de su trabajo. Aqui Serggio D. Oros nos habla como muy intimamente, solo él puede hacerlo, en baja voz, sus palabras corren casi inaudibles hasta dejarnos con un nudo en la garganta.

Joaquín Sarrañueva- Periodista y critico especializado en Literatura Latinoamericana.

Una Luz en Vera Cruz

Muchas veces hablar de lo que nos ocurre, entre amigos es fácil y nos parece que no suena avasallante, otra es contarla tal cual sucedieron los hechos, aunque con los tiempos imprecisos y la incomprensión de ese suceso que queremos narrar.
Siempre solía abandonar en algún resquicio del año todas mis obligaciones, entonces emprendía un viaje a cualquier parte donde el azar me llevase. Nada más subía al avión y me olvidaba de todo, como si de pronto fuera otro el que ocupara mi cuerpo. Ese año decidí irme a México, tan solo una semana, pero que me suponía seria suficiente para cambiar los aires de mi vida, plagada de problemas e incertidumbre.
Fue casi un abrir y cerrar de ojos, ni siquiera sentí el cambio de aire, al arribar al DF y ahí nomás me subí a otro avión que me llevaría a mi destino final. Pensaba en descubrir algo que me emocionara, en definitiva esa había sido mi vida, hasta ese instante, y con cada uno de mis viajes. Buscaba algo pero no sabía muy bien que era eso que buscaba y no se si eso ha cambiado, quizá los años me han dado otra perspectiva, otra visión de las cosas.
Lo cierto es que de un momento de solo pensar que estaba llegando a Vera Cruz, no pude controlar mi ansiedad y apenas arribar al aeropuerto internacional General Heriberto Jara, me sentí flotar por las nubes, y mientras subía a mi auto rentado, comenzaba realmente a disfrutar. Arribe por las autopistas de vía rápida a la ciudad portuaria, ahí se vivía como en otro mundo, esa fue la primera impresión no se si el océano, ahí a unos pocos pasos, no se si el clima como húmedo y calido a la vez me hicieron reverberar cierta alegría desconocida en mi.
Me sentí de pronto poseído por el lugar, sus costumbres, sus edificios, el Son Jarocho, de inmediato causo en mi cierta fascinación por esa gente que amaba esa música tan especial y distinta de todo lo que había oído hasta entonces, se les salía por los poros, era una especie de ritmo contagioso que en seguida te daban ganas de bailarlo y de no cansarte de escucharlo. Me fui al hotel, prepare un pequeño bolso, mi cámara de fotos y ahí estaba con ganas de ver de cerca las ruinas de las culturas aborígenes, los Toltecas, Otomíes, Aztecas y otros, recorrí parques, templos porque siempre en estos y aunque no era religioso, encontraba cierta maravilla de esas que solo los que amamos el arte solemos disfrutar, no se quizá una pila baustimal, solo por decir algo, o un fresco, un relieve, un óleo, el trabajo de las cúpulas, cualquier cosa, que me remitía a pensar en el espíritu, en el corazón de la persona que dedicara tantos años de su vida para crear eso que algunos ni siquiera tenían en cuenta, lo daban como un hecho cualquiera, sin vislumbre, ni nada emocionante. Claro que camine con un pequeño mapa, adentrándome en galerías y museos, fascinado por el arte monumental de los antiguos pobladores de esas tierras y entonces mi imaginación se aceleraba, conjeturando como Hernán Cortez había dado de lleno en ese lugar y al igual que yo en este instante pasados tantos siglos, descubría que la historia podía repetirse, y lograba volver a tener una razón por demás inalterable y plagada de magia y belleza.
Ese día se fue rápido, en un pequeño restaurante me anime a probar un menú con pez sierra y otro de camarones, también deguste un vino de la región que no estaba para nada mal, muy por el contrario, tenia un sabor delicioso y un aroma de madera estacionada y frutos; mientras almorzaba a veces me gustaba mirar hacia la calle, a través de los cristales, por eso casi siempre elegía lugares con ventanales que me dejasen echar un vistazo afuera, era una de esas costumbres que uno se crea con los años y lógicamente se convierte en una gran obsesión, porque de esta manera yo sobretodo miraba a la gente, sus mohines, sus peinados, su ropa, estudiaba las sonrisas, las cejas fruncidas, los asombros pasajeros, algo sutil se establecía en cada persona y me encantaba eso de seguir como en detalle los rasgos de la gente sobretodo del lugar, eso era lo que terminaba por impresionarme, claro que lo reservaba para mi, por miedo a que me tomaran por un loco, todo eso por supuesto lo hacia muy disimuladamente y perfeccione tanto mi técnica con los años que estaba seguro nadie se molestaría por una de mis perspicaces miradas fugitivas.
En toda esa tarde busque continuar con mis descubrimientos, pero me dedique a fotografiar lugares, la ciudad en el anochecer se me hizo mas que una postal, era muy burdo hablar de sueños imposibles, sin embargo no imaginaba que pudiera existir un lugar con gente tan calida, y con una especie de éter tan sugestivo.
Luego de cenar también mas mariscos, me quede sentado en mi mesa disfrutando de un tequila, aunque no me gustaban este tipo de bebidas, uno tenia que acomodarse a la situación, había sido una gentileza del restaurante, así que no había porque desaprovecharla.
Me relaje definitivamente y aunque no tenia ganas de volver al hotel supuse que había llegado el momento. Me levante a duras penas, y me fui. La noche estaba hermosa, cruce una calle y me quede apostado allí a la espera de un taxi, era común en mi preguntarme ciertas cosas, cuando de pronto estaba lejos de casa. ¿Que hacia ahí? ¿Cual era esa búsqueda de algo que siempre terminaba por no alcanzarme? No lo sabia solo tenia a pulmones, la certeza de que los viajes me daban fuerzas para hacer otra escapada a cualquier otro lugar del mundo y de nuevo repetir, que todo era maravilloso, pero siempre me faltaba algo ¿Cual era mi búsqueda? esa era la pregunta que no podía responderme y ¿Porque me placía lo de estudiar los rasgos de los lugareños? ¿Que quería probar con eso?
Ya en el hotel y tras una extendida ducha, me acosté, en el mayor silencio. Los huesos se me desoldaban, estaba claro, demasiado cansado y recién me hacia efecto esa bebida espirituosa de los mexicanos, me dormí sin pensar en nada, y sin saber del extraño suceso que en el siguiente día me tomaría por asalto.
La luz de la mañana, me hizo mirar el reloj, ya era un poco tarde y quería aprovechar cada segundo de mi estadía allí, así que en seguida me duche y cambie. Tome otra vez mi cámara, mi bolso y a la calle, no quise quedarme a desayunar en el café del hotel, era como si algo me impulsara, me llevara a recorrer lugares, ya comería algo por el camino; tenia ganas de ir al puerto a sacar fotos y después quien sabe por ahí me aventuraba a subirme en uno de esos navíos que ofrecían una escapada por las aguas trasparentes del golfo. Estaba feliz y sin ninguna pregunta en mi mente, habrían sido mas de las 11 de la mañana, y casi por casualidad, me adentre en una pequeño anticuario plagado de clientes, no note nada raro, apenas ingresar al lugar, me olvide del tiempo, me encantaban las antigüedades, estaba realmente fascinado, sobre un mostrador de cristal había unos abanicos que parecían hechos de marfil, y eso supero mi curiosidad. Después me llamaron la atención unos cuencos de preciosísimos colores de un material parecido a la arcilla, nunca supe en que momento levante mi vista y la vi esa extraña mujer estaba allí de pronto también fascinada con algo, estaba vestida toda de negro, era delgada, y su cabello también era negro, que le caía por sus mejillas de forma tal que no me dejaba ver su rostro, fue extraña la sensación en mi, pero era como si la hubiese visto en otra parte. La atendieron antes que a mi, por supuesto pero no pude escuchar su voz, tenia mohines fríos, pero condescendidos de cierta lentitud, de cierta lobreguez que no coincidía con el ritmo de la ciudad, de pronto cuando se dio vuelta para irse sus ojos me miraron de una forma tan intensa que juraría que jamás en mi vida sentí algo parecido, en seguida estudie los rasgos de su cara, no era de por allí, debía tal vez ser una turista de origen árabe me di cuenta por un velo típico que usan las mujeres musulmanas pero que ella usaba descuidadamente o quien sabe tal vez podía equivocarme. Me gano la profundidad y el misterio de sus ojos, que de inmediato supe que querían algo de mi, no sabia muy bien que era, pero sentí como si me pidiera a gritos que le ayudase. Su piel era demasiado blanca, y no poseía líneas de demarcación de sus rasgos, digamos que un rostro de esos que nada puede alterarlos.
La observe marcharse y tras hacer mi obligada compra, salí a la acalle un poco turbado y con una extraña sensación como cuando tenemos un presentimiento de esos que no sabemos si fue un sueño o una escena de un filme que se entremezcla con nuestra realidad.
Pero ya no estaba por ninguna parte, se había esfumado tan rápidamente que lo supuse casi imposible, pero podía ser que hubiera subido a algún vehiculo y no valía la pena conjeturar ideas poco brillantes.
Esta vez decidí comer en el puerto, apenas pasadas las 2 de la tarde, ya estaba sentado a una mesa, mirando detalladamente el menú, decidí comer mariscos de nuevo, pero no me hice mucho problema, pedí la especialidad de la casa y un vino blanco de cosecha. Corría una fuerte brisa afuera, que desparramaba los peinados, y hacia volar los sombreros y dispersaba formaciones como de olas en los vestidos, era realmente hermoso observar a la gente que paseaba o trabaja por la calleja principal. No se, en realidad ya casi terminaba de almorzar, cuando de pronto en la lejanía divise la figura de aquella mujer, en la que había pensado todo el día y sin darme cuenta, me quede absorto se la veía pequeña caminar en contra sentido de la gente, era ella porque seguía toda vestida de negro aunque ahora lleva una boina o algo como que le cubría la frente, si era un velo, ya no parecia tan adusto, continuaba sola y caminaba como si el tiempo, ni la fuerte brisa le afectara, en pocos segundos al acercarse mas, deje de dudar si era o no, una mujer de esas que uno no puede olvidar tan fácilmente o por lo menos no conocía mujer con la piel tan nívea, como si jamás el sol le hubiese rozado. A determinado momento se detuvo y giro volviendo por sus pasos, yo enseguida pague la cuenta y salí corriendo tras ella, me sorprendí a mi mismo actuando de esa forma y menos con alguien que ni sabia quien era. Vasto con que me propusiera encontrarla entre las muchedumbres, pero de nuevo la perdí de vista. Me acerque a la muralla que daba cara al océano y la vi bajando unas escaleras que daban a la ribera, volví a correr tras ella, que ahora caminaba por la playa, como respirando toda la pura energía del viento, me acerque venciendo mi timidez y ella giro sobre si misma y de nuevo sus ojos profundos me miraron como cortándome las pupilas.
—Hola, perdón que te moleste, te vi esta mañana en un anticuario y sabes, soy turista y vine solo, no se me preguntaba si tal vez quisieras caminar conmigo, digo tu tampoco pareces ser de aquí.
Ella sonrió, y tardo unos segundos para responderme.
— Si yo también te vi, esta mañana, y tampoco soy de aquí, vine sola hace ya algún tiempo.
Su voz era de las más dulces, pausada, con atisbos de franqueza, como si fuera poseedora de demasiada seguridad.
Caminamos por la playa, con el sol estrepitosamente bello dándonos de lleno en nuestras caras.
—Dime, de donde eres…
—Nací en Damasco, pero hace mucho tiempo vine a vivir aquí a México con mis padres ¿Y tú?
—Yo nací en Buenos Aires, Argentina y vine solo por unos días, me dijeron que este lugar era maravilloso así que tome coraje y me vine solo. ¿Y tu estas sola o con alguien? Digo porque no quisiera importunarte, porque me gustaría invitarte a cenar, seria un honor para mí tu compañía.
No dudo en decirme que si y entonces me dijo que estaba mas sola que nunca, que era la única hija de un hombre demasiado ocupado y que su vida era muy triste, porque ya no la tenia a su madre y la extrañaba, me hablo también de sus gustos, de sus comidas preferidas y sus estudios avanzados en lengua española, también poseía un master en periodismo y me puso al tanto de algunos de los ritos de su religión, porque era musulmana, pero ella los cumplía a medias, solo para conformar a su padre. Soñaba con encontrar ese hombre que la hiciera feliz aunque sea un solo día, me dijo que también le quedaba poco tiempo, no supo decirme porque, imagine que estaría a punto de regresar a su país, no se que diablos pensé en ese momento, pero el tiempo se le acababa. Tras volver por la playa la acompañe unas pocas cuadras, ahí mismo le pedí a alguien que nos sacara una foto a lo cual ella accedió muy gentilmente y tras despedirnos me dijo que nos encontráramos en el restaurante, del puerto, el mismo donde había almorzado.
Yo estaba feliz, casi eufórico, no podía creerlo, esa era la mujer mas bella que conociera estaba seguro en todos mis viajes y me sentía fuertemente atraído por ella, no sabia si tenia que ver con su voz tan tierna, casi tímida y su piel sin siquiera una manchita, sus largas pestañas y sus ojos enormes y negros.
El resto de la tarde lo dedique a tomar mas fotografías, y a pensar en lo que sucedería esa noche. En el hotel apenas tuve tiempo de desempacar, elegí un traje color arena, y una camisa blanca, zapatos náuticos al tono, colonia marina y ya estaba listo. Me apresure llegar al restaurante, ocupe la mesa la misma del mediodia. Estaba nervioso, repasando el menú, mirando la hora a cada instante. Entonces ella apareció, deslumbrante, con un vestido tan delicado, la tela me parecía que si me arriesgaba a tocarla terminaría por desvanecerse. El perfume de su piel era como el mar mismo, con los brazos descubiertos, sin su velo caracteristico, ahora al fin veia su abundante cabello recogido y brillante, solo me puse de pie, ella hizo una reverencia para besarme y sentarse con una de sus mejores sonrisas. En su mano brillaba un cintillo de oro, delicado, con un brillante color celeste.
Pronto ordenamos la cena, y ahondamos en algunos de nuestros secretos, anécdotas, que dejaban al descubierto mi amor por el arte, ella se parecía demasiado a mi, de eso me di cuenta en un instante. Le encantaba leer, y ese raro espacio de profundidad que a veces nos hace adentramos en historias, que no son parte de nuestras vidas pero nos conmueven por igual. Casi sosteníamos la emoción contándonos de nuestros placeres y los minutos y las horas se esfumaron. La noche sentaba hermosa, el clima ideal y aunque estaba un poco húmedo y fresco, le invite a dar una vuelta en mi auto rentado. Claro que acepto, por el camino compramos, una botella de vino y unas copas y nos fuimos a una playa cercana que ella conocía muy bien. Creo que fue en la segunda copa, que tuve unas ganas locas de besarla y lo hice, nos enamoramos sin siquiera pensarlo, de ahí nos fuimos a un hotel, era extraño porque no era solo algo sexual, la sentía muy adentro mío como si fuera esa mujer que uno siempre ha esperado. Fue demasiado perfecto, las sabanas de seda, el aroma de su piel, mientras, young At Heart, una de mis canciones preferidas de Carolin Leigh y Johnny Richards de los años 50, sonaba por el aire, esa música ardía definitivamente, sus manos me llevaban, me daban vueltas por la cama y no podía detenerme de pensar en el maravilloso regalo que me hacia el destino.
Ambos perdimos la conciencia, recién al amanecer nos fuimos del lugar, cansados y un poco dormidos, como le hacia un poco de frío le preste mi saco de hilo de verano. Desayunamos felices de habernos encontrado y nos despedimos hasta la noche, que nos volveríamos a encontrar en la calleja del puerto. Me quedo grabada su sonrisa que al darse vuelta me ofrendaba todo un mundo desconocido. Y tras su partida comencé a contar los minutos, realmente estaba loco por ella.
Volví al hotel a descansar un poco y mas tarde regrese a mi oficio de buscar postales con mi cámara de fotos, nunca creo que lugar alguno de la tierra me pareció tan sutil, tan fuera de lo común, tan maravilloso. El día se fue como resbalándose, por entre toboganes de luces y nostalgias, no podía creer que apenas conocer a esa mujer ya la extrañara, me sentía incompleto, solo de veras, casi perdido sin ella. Por la Noche mientras me cambiaba, note que se encapotaba el cielo, posiblemente llovería, pero no dejaba de ser una buena premonición para mí.
Me fui del hotel apurado, al pasar le compre un paraguas a un tipo en la vereda, y estuve antes de lo previsto allí, en las murallas de la calleja del puerto. Se hizo la hora y se vinieron los minutos encima. Creo que me quede demasiado tiempo bajo el paraguas arreciado por la intensa lluvia, no sabia que pensar, porque ella no había venido a la cita, quizá un contratiempo, un imprevisto. Me volví despacio, empequeñecido por la tristeza, realmente estaba abatido. Busque una cabina telefónica y marque el número que ella me dejara anotado en una servilleta, no contestaba nadie, al fin me di por vencido y me fui a uno de esos bares que quedaban camino a mi hotel.
Creo que hice todas las hipótesis posibles, tal vez simplemente no funciono tanto como yo creía, quizá existía otro, quien podía saberlo, esa noche me fui a dormir después de cinco tequilas, para no pensar en nada.
La mañana me sorprendió malogrado, sin ganas de salir aparte seguía lloviendo y aunque eso nunca me detenía, decidí quedarme. Recién a la siesta emprendí mi escapatoria, ya me quedaba poco tiempo en Vera Cruz, un día más tal vez y ya estaría de regreso.
La lluvia por fin hubo de cesar y salí, a dar un ultimo vistazo, no se porque pensaba en encontrarme con ella, tenia un presentimiento demasiado intenso, pronto se me fue quitando la desazón, después de una par de horas, estaba en una librería escogiendo algunos ejemplares de bolsillo de esas obras que siempre se llevan para regalar, entable una charla informal con una de las vendedoras, la cual arrimo a la caja, algunas de las obras que elegí así como al azar, y quien sabe porque mire a un costado un periódico que sobresalía de un estante interno del mueble sostén, de la caja registradora sin pedir permiso lo tome y lo que vi me quito la respiración, era un periódico de hacia unos días, la vendedora dijo que podía llevármelo, salí a la calle, agarrotado de escalofríos, hablaba allí de una mujer musulmana, de 24 años que había perdido su vida, tras caer al vació desde el yate de su padre, no se sabia muy bien si se trataba de un suicidio o un accidente. Una chica querida por quienes la habían conocido, estudiante brillante de periodismo, hija de uno de los hombres más poderosos del lugar. La fotografía en primer plano, no daba permiso, ni opciones para equivocarse, era ella…si era ella.
La información decía también que el padre después de sepultarla, decidido regresar a Damasco, su lugar de origen, a buscar un poco de paz para su dolor.
Me fui por la calleja del puerto, sin poder creer en lo que me estaba pasando, debía de estar volviéndome loco. Camine por la playa en toda esa tarde hasta que se hizo la noche.
Era demasiado para mi mente. Regrese al hotel a preparar mi equipaje, tenia ganas de marcharme cuanto antes. Un mecanismo de mi alma parecía a punto de fallarme, no comprendía lo que ocurría al rededor, de pronto toda la luz de Vera Cruz se apago para mi, no fue hasta el siguiente día cuando hube de subir al avión, sentado ya en mi butaca, que pude pensar un poco mas en claro.
Mi hipótesis era que Arubi – Al Fajar esa muchacha ingenua, y bella, había decidido regresar para encontrar el verdadero amor, ese que quizá no conoció jamás en su vida y como ultimo deseo Ala, quizá pudo concedérselo, por eso su tiempo estaba limitado. Y era cierto porque nunca me atrajo su cuerpo, sino la intensidad de sus ojos, de su mirada y tras conocerla, me había emocionado su corazón, su ternura, su inigualable manera de expresar lo que sentía; entonces me di cuenta que el amor debía no solo poseer una instancia, física sino que precisaba de que alguien se lo llevase consigo, de que alguien lo tomase y lo guardase como un tesoro de luz, para sobrevivir aun después de todas las tragedias y que alguien todavía atado a este mundo no lo olvidase jamás…Porque a mi, porque yo esa era la pregunta. Cuando llegue a Buenos Aires, ya me parecía un sueño, lo que me había pasado, real o irreal, no lo sabia solo quería llegar a mi casa y descansar, y así lo hice. Después de unas horas abrí la maleta y allí como puesto a propósito de un bolsillo saque el sobre con fotos, que había mandado revelar antes de emprender el regreso y jamás supe en que momento termine de comprender de que ella no estaba en esa primera y única fotografía que nos tomáramos, no había nada allí, solo un abanico de luz muy extraño a mi lado, pero era la prueba fehaciente de que yo no estaba loco, de que si había existido y de que las almas van y vienen, desde algún lugar, a la espera de algo que no nos esta permitido saber…
Y como les dije al principio, es imposible hablar de lo que nos pasa tan fácilmente…

jueves, 15 de abril de 2010

Antón Chejóv: La Palabra en Susurros…


Se cruzo de brazos, mientras miraba el Puerto de Yalta…en Ucrania, que le deparaba alivio a sus cansados pulmones. Había pensado muchas veces en esa belleza que crecía con el horizonte y a mas allá de la distancia, como era posible que el espíritu pudiera tocar esa emoción de luz de un paisaje, que de todas formas era intransferible al papel. Lo mismo le pasaba en Niza, en la Costa Azul (Francia) donde solía pasar largas temporadas, allí el aire del mar tanto como en Yalta le daban nuevos bríos a las dificultades que tenia para respirar.
En realidad nunca había imaginado un final para su vida, ¿Quién puede hacerlo después de todo? quizá eso era lo que se podía llegar a escribir en secreto y se lo guardaba temblando para que nadie lo encontrara.
Dedicarse a la medicina, había sido su sueño, pero también desde siempre había añorado las palabras, que las sentía como si fueran, una amante secreta, oculta, donde abdicaban todos los sacrificios de su vida.
Por 4 años vivió pendiente de sus pacientes, entre idas y venidas, por los corredores de los hospitales, por los laberintos de la vida y de la muerte.
Sin tenerlo aun así se daba tiempo, para dedicárselo a la literatura, la forma en que él había elegido para expresar eso que no se debe, eso que no se puede, porque la sociedad lo impone y punto, no hay mas que hablar. Estaba dispuesto a romper con eso, a quitarle las mascaras a los mas inconfesables de los sentimientos.
Jamás creyó posible que ese año 1887 comenzara a sentirse tan agotado, tan débil, quizá era su exceso de trabajo, o su vida siempre a destiempo, pero no podía comprenderlo, ¿o acaso si? Después de pensarlo se dijo a si mismo que no era para tanto, no era una sentencia de muerte, el diagnostico de tuberculosis que anidaba en su destino. Tenia que luchar, tenia que hacerlo porque en la familia Chejóv nadie se rendía a si nomás de buenas y a primera. Su abuelo un hombre que después de todas las condenas como esclavo sin dejarse doblegar, pudo pagar su libertad, y su padre que no escatimara esfuerzo para con su familia pero que los malos negocios habían arrojado a un costado del camino, tampoco se entrego sin dar batalla.
Así fue que por su enfermedad, comenzó a pasar largas temporadas en lugares que nunca hubiera imaginado inventadose las historias que no dejaban de ser un tanto atormentadas por su misma angustia y desesperación.
Aunque en todo San Petersburgo, ya sabían de su locura por Crear Historias que eran llevadas al teatro en esto tenia que agradecerle a Konstantín Stanislavsky, su amigo y gran director teatral cuya visión hacia aun mas intensos a sus emotivos personajes, que él inventaba sin siquiera pensar que producían tanta emoción en la gente. Sin duda que había que ser un solitario para escribir de esa manera, su enfermedad de alguna manera lo vincula a la melancolía.
Le parecía que su vida había pasado en unas horas, después de su matrimonio en 1891, era como si todo lo que buscara en su vida, lo podía al fin solo rozar con sus dedos. Pero sin duda que nada es para siempre al fin costaba más que cualquier otra cosa, despertar a la realidad y de pronto noto que su vida estaba también dentro de uno de esos cuentos, que escribía como poseído, por algo que no le dejaba recuperar el aliento y donde los personajes no siempre tenían un final feliz.
Fue en 1904 un día de mayo que al despertar le dolía de punzadas toda la espalda, como si tuviera heridas de cuchillo insoportables, y una soga de hierro le aprisionaba el cuello, los hombros se le vencían igual que a un trabajador del puerto, de esos que había visto tantas veces en su niñez resoplando de cansancio entre el gélido frío, hasta que trastabillaban y caían de bruces, con sus pesadas cargas, el dolor de cabeza no le dejaba pensar, y ya no podía seguir huyendo, no le servían ni Yalta, ni ir unos días a la Costa Azul en Francia, decidió entonces marchar a Badenwiler, un pequeño poblado en Alemania sus médicos le habían asegurado que quizá el clima tan calido mucho mas que en las otras regiones podía quizá ser una solución para sus grandes dificultades de salud, pero eso si, tenia que olvidarse de trabajar. Allí alojado en una clínica-hotel, sentirá un poco de alivio, de solo caminar por los alrededores le volvió una sensación como de superación, abría los brazos en la ventana ante la brisa y tenia ganas de hacer lo que mas le gustaba, escribir.
Fue en realidad solo una de las tantas sensaciones que a veces se le metían en las venas, a las pocas semanas por su gran debilidad ya no podía sostenerse en pie. Soportaba esa desazón aun como muchos de sus personajes, apasionados que ante el amor imposible, pensaban que todo pasaría y volverían a poder levantarse y sonreír una vez más al lado del amor que se les negaba.
Un 4 de julio ahí mismo sin siquiera saberlo su turbada respiración no volvió a intentar continuar, sus pulmones estaban del todo destruidos, rotos, vacíos, tanto como su corazón, a sus solo 44 años, su rostro sin embargo se veía ahora aliviado a solo unos minutos del último de sus latidos, sin las huellas de tanto sufrimiento que el arte había heredado en su sangre. Ahora corría libre por las calles de Moscú, como cuando era muy joven soñando con ser solo el dueño de la libertad…
Antón Chejov nació en Taganrog, ciudad portuaria en el Mar de Azov, Rusia, un 29 de enero de 1860. Provenía de una familia de clase baja, su abuelo había sido esclavo liberto, y su padre Pavel Yegorovich se convirtió en comerciante, a la vez que era un asiduo participante de la vida religiosa como cristiano ortodoxo, donde los dogmas cumplidos tajantemente son parte esencial de la ascensión espiritual de sus miembros, así educo a su numerosa familia, (6 hijos) donde el joven Chejov, sufría los avatares de las leyes domesticas implacables de su padre. De su madre Yevgeniva, en cambio crecerá escuchando los relatos que ella contaba de sus viajes con su padre un comerciante que viajaba por toda Rusia.
Estudiara medicina en la Universidad de Moscú, pero ya de estudiante se destacaba como colaborador de algunos periódicos, en realidad lo hacia como un medio de subsistencia, debido a que no tenia forma de pagarse los estudios y ayudar un poco a su familia que atravesaba una gran crisis económica.
Mas adelante ya siendo medico, escribirá para algunos importantes medios de prensa, incluyendo los más prestigiosos de la ciudad de San Petersburgo. Hacia 1886 ya era un reconocido escritor, y ganara el premio Pushkin otorgado a la creatividad literaria mas destacada del año. Son muy conocidas sus obras teatrales que llegaran al éxito de Publico de la mano de el director teatral Kontanstin Stanislavski, La Gaviota será su gran éxito, que lo deportara hacia la popularidad, pero después vendrán otras como Tío Vania (1897) Las Tres Hermanas (1901) Jardín de Los Cerezos (1904).
Pero el gran fuerte de Chejov como autor son sus relatos, sus cuentos cortos, plagados de una increíble fuerza emotiva, que deja perplejo a su lectores, además por cierto de describir a la sociedad de su tiempo, no se puede entender a Chejov sin adentrase al contexto que alimenta su obra, La Rusia Zarista de comienzos del siglo XX, quizá una de sus obras mas logradas sea La Dama del Perrito de 1899, donde Chejóv describe con una maestría inigualable el drama y el amor, la desolación y el ímpetu, la ironía del destino y la búsqueda espiritual y su fuerza arrebatadora contra la razón. Toda la atmósfera de esa creación se sucede como en un espiral de anticipaciones, todo esta por suceder y ni siquiera ha comenzado cuando todo se desata como en un ritual desalojado de pareceres, sensaciones que van desencadenando lo que los personajes quieren o ansían decirse, no es mas que ofrendar una mirada a una realidad pero invisible, sino fuera porque Chejóv se atreve a decirla, amarrando las contradicciones del amor y la pasión a través del arte de la palabra como cedida en susurros, es decir muy intimas y provocadoras donde hay esbozos de una sociedad que define las formas y los modos en que deben sujetarse sus miembros, sino es así de alguna manera puede que sean condenados a la lapidación publica. Este esbozo tan bien estructurado de Chejóv, es nada menos que una libre reinterpretación de la sociedad burguesa, cuyos asideros seguirán sin definirse, quizá hasta la llegada de la psicología social y antropológica ciencias que comienzan un exhaustivo análisis de los compartimientos, reflejo en innumerables obras que vienen publicándose sin sujeciones y que son grandes contribuciones para entender las relaciones humanas.
Chejóv se adelanta a cualquier criterio certero y su prosa no queda en desuso.
Se convertirá en escritor de trascendencia universal ya después de la 1er Guerra Mundial gracias a las traducciones de su obra y más aun debido al auge que tomaran sus trabajos en EE.UU. y Europa donde es considerado un verdadero clásico en su género y donde grandes escritores utilizaran sus técnicas literarias para dar vida a sus obras.
Pero ¿quien era en verdad Chejóv? su fama se debe a que es nada menos que el reflejo de las ausencias, de los letargos del tiempo, de lo que el hombre quiere lograr y solo son castillos de arena, describió la esencia del alma en su carácter menos imaginado para llegar al inconsciente colectivo término que podemos manejar hoy en día pero que en su tiempo no eran fáciles de aplicar y entender, pero lo que impresiona es ese apenas rozar, apenas limpiar y acariciar las lagrimas de un rostro, el del amor que no puede fingirse, que obliga por momentos a la locura, o a reírse entre los salmos de esa felicidad que faltaba así de nada para conseguirla y que de pronto se esfuma como un golpe de la brisa en las ventanas, esa misma brisa que le pareció sentir cuando abría los brazos en la ventana sonriéndose, mirando el sol del amanecer en Badenwiler plagado de vitalidad, solo unos pocos días antes de morir…

La Dama del Perrito - Anton Chejóv

I

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.


II

Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.
Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.
La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.

Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!



III

En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:

-No te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.

-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
-Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!

Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.


IV

Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.
-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...

-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.